Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo.
— Ludwig Wittgenstein
El descontento fundacional
Mi cuerpo lo supo antes que mi mente: nunca quise ser parte de esta
ficción colectiva.
Una ficción que, al naturalizar la falta de rigor, enmascarar los malos
diseños e institucionalizar el error, convierte a la mediocridad en el
único horizonte: un destino que se acepta con la tranquilidad de lo
inevitable.
Detesto el status quo de la programación.
Detesto la ambigüedad elevada a virtud.
Detesto la rendición disfrazada de pragmatismo.
Detesto, sobre todo, lo que sustenta la ficción: esa «libertad» que elimina la idea de límite.
Esta idea de libertad nos condena a representar la realidad en su estado más puro: compleja, impredecible, caótica. Y me niego. Me niego a calcar la realidad.
La realidad es profundamente antiestética, me abruma, me embrutece. Nos rebaja a la literalidad de las cosas, nos obliga a operar en su nivel. Degrada el razonamiento a mero procesamiento de estados, anula nuestra capacidad de abstracción.
Frente a esta degradación, es necesario rebelarse: reinterpretar la realidad, despojarla de su complejidad y someterla al imperio de la razón.
La lógica de los límites
El propósito último de un programa no es producir una salida correcta; es poder ser razonado. Su correcto funcionamiento es una consecuencia inevitable de esa claridad. Sin ella, lo que llamamos «éxito» es solo el silencio previo al error.
Todo razonamiento necesita axiomas: verdades fundamentales que aceptamos como punto de partida incuestionable. Partimos de premisas para construir conclusiones, avanzando gradualmente hacia la solución. Esta necesidad no es accidental, sino inherente a nuestra naturaleza cognitiva.
Reconozcamos nuestra limitación fundamental: somos incapaces de resolver problemas complejos. Nuestra fortaleza reside en la composición.
Si negamos toda restricción, caemos en la tiranía de la
libertad.
Un sistema que se niega a excluir se vuelve incapaz de definir. Sin
definición, no puede haber certeza; sin exclusión, no puede existir
congruencia; sin restricción, el razonamiento se hace imposible.
El resultado es un universo inerte —y necesariamente inerte—: homogéneo,
estructuralmente gaseoso, donde todo flota en el vacío de lo
subjetivo.
La forma necesaria
La libertad, que el status quo presenta como indispensable, era una ilusión que la ejecución no podía sostener: un programa que se niega a definir sus límites no puede no colapsar —su propia lógica exige coherencia—, y es en este colapso en el que se revela su verdadera naturaleza; sin límites, la coherencia es imposible.
Esta conclusión nos conduce inevitablemente a definir un marco constructor con solidez lógica; debemos aceptar con humildad los límites del razonamiento —límites que la programación funcional expresa con rigor matemático—, estableciendo el fundamento desde el cual puede emerger la creación coherente.
Una nueva perspectiva: la forma nace del fondo; el contorno nace de las restricciones.
Su esencia es definir, con precisión matemática, el espacio donde la
solución puede existir: comprender el problema en su estado más puro es
trazar sus límites.
No inventamos, descubrimos —consecuencia natural de esta perspectiva—.
Trascendemos lo establecido para forjar restricciones propias, guiados
por la lógica del dominio, hasta que la solución revela su forma
necesaria.
El proceso de descubrimiento debe protegerse de la implementación, ese mal necesario que nos compromete con la realidad imperfecta. Su peligro no está en su existencia, sino en su aparición prematura, que impone un costo inasumible: limita la abstracción en su composibilidad, la despoja de elegancia y la reduce a lo específico.
Definimos un universo de reglas claras donde la solución se revela sin buscarla. Emergen entonces riquezas estructurales inesperadas, relaciones que no veíamos, caminos que nos llevan a una solución más general, más simple, más verdadera.
Sentimos la profunda inevitabilidad del diseño mientras fluimos por la corriente de las restricciones. Cada paso consolida certezas; podemos declarar imposibles, afirmar necesarios. Lo correcto se vuelve evidente, lo falso, irrepresentable.
La ejecución —meramente útil, profundamente antiestética— es el efecto secundario de una abstracción que no necesita de la realidad.
Elige tu lenguaje. Delimita tu mundo.
— Réplica a Ludwig Wittgenstein